El Pueblo

Las puertas están cerradas, el silencio inquebrantado; la alarma sonará en cualquier momento. Los soldados se aproximan del norte, el rifle a la derecha. La mano encrespada, los dedos de Juan tocando la culata. El aire lleno del olor de la chimenea, de la angustia, de la aparente calma.  

Los ojos cerrados en un intento de postergar lo inevitable. Los dedos que palpan en busca del siguiente cigarrillo. Los ojos que se abren al no encontrarlo; el sol que apenas asciende ilumina el paraje desierto. Las nubes aproximan tormenta; la tormenta se deja sentir en lluvia. El agua que quizá para purificar este campo ha llegado con su deleite de gotas. El sonido amortigua el latido del corazón, la humedad arrastra al olfato no acostumbrado.

No queda más que el oscuro presagio de la violencia, el eterno devenir.

La alarma suena una vez, dos, tres. El silencio rueda hasta hacerse pesado; ¿cómo se podrá romper? Después, el ajetreo de la ropa, las pistolas, los rifles, el ajetreo de las municiones. La algarabía de la coloración inusual. Los tambores resuenan.

El primer disparo no se oye, se siente en la piel. Juan alza la mirada. La alarma trae ecos de un pasado remoto. Cabezas mojadas se reúnen tras los espacios del muro, apenas por encima, las manos temblorosas jalan los gatillos. La gente cae, pero más aparecen. El ojo se posa sobre el siguiente cuerpo, y los cuerpos todos caen. Van cayendo cual chispas volando lejos de la hoguera, pero el fuego crece y las chispas vuelan cada vez más lejos. Los del pueblo también están cayendo. Cristaliza la sangre cualquier mirada.

Escasean ya las balas de acá, y desde allá, el general, inclinado en recuerdos, mira la punta de sus sueños. Gente extraña llega al pueblo peinada por la lluvia, cabellos abatidos, la mirada, suena la huida en la carne.

Los pasillos se llenan de los propios y sus entrañas, las entradas de las casas se defienden y se manchan. Las bicicletas de los niños se ven reducidas a hierros.

La muñeca que aquel día Tomás regaló a su hija, tirada entre la polvareda. El vestido flotaba sobre los usurpadores del pueblo.

Los atacantes sin embargo también flaquean, comienzan a escasear, y un brillo iracundo calza la mirada del general. En Juan, su rostro no revela nada. Se oye el grito de un nuevo ataque. Una oleada de jinetes se aproxima y sus pisadas imitan la tormenta que inclemente truena por encima. El mar del caos que traen los jinetes une sus aguas al lodazal por el que la gente se mueve. 

El agua corre a montones, inunda el pueblo, “ese hermano traidor” piensa la gente y sus corazones por fuerza caen también en cascadas. No quedan muchas más balas y la parte más cruenta de la batalla se derrama.

Acuchillados por todos lados. Tíos, padres, viejas enlodadas. Tomás ve a la gente de su pueblo ser asesinada. Contamina la sangre al agua.  

El general también está en el lodo, fulgura su rencor embebido en agua. Lluvia ante los rostros de los gemelos que ya no aguardan. Se lanzan uno tras el otro como el océano se tira contra la roca. El general suelta un golpe, se para; vuelve a estirarse. Raja el espacio con su espada. El otro a tientas, parece que naufraga. Esquiva. Juan tira golpes, el general tira golpes; Tomás con rabia lanza una estocada. Juan amaga. El general no ceja. Juan está a la desesperada. Al final, la espada de Juan halla morada. La sangre mana contenta, es la de su hermano. La hija del general, desde la cárcel ve la cabeza de su padre rodar.





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