—Qué hermoso sermón —dijo la señora Lara. Iban de regreso a casa. Un cortejo fúnebre bloqueaba la calle de San Borja y los obligó a detener el coche—. Ojalá Lucía se hubiera animado a venir.
Sofía se distrajo un momento de su teléfono para pensar en su hermana. Era la primera vez que la familia salía sin ella. Ese domingo había amanecido más decaída que de costumbre, y dijo encontrarse “demasiado cansada” para ir a la iglesia. Seguramente seguía tirada en la cama; hacía varios días que no se bañaba y la recámara olía mal. “Sé paciente con ella, se le pasará”, le había dicho su madre. Y Sofía lo había intentado. Procuraba llevarla a todos lados, al cine, a la plaza y a las fiestas. Incluso, en dos ocasiones, la convenció de dejarse maquillar y le dejó usar algunos de sus vestidos. Pero Lucía sólo se paseaba por los lugares habitada por un dolor profundo y extraño.
—¿Ella es tu hermana? —preguntaban, sorprendidos, sus amigos.
—Sí —respondía Sofía, avergonzada—, está enferma.
Desde que Lucía se había entristecido, Sofía no había podido dormir una noche completa: un llanto desesperado desazonaba las madrugadas, llenando los rincones de angustia.
Ese domingo, cuando llegaron a la casa, Sofía bajó del auto y subió lentamente las escaleras hacia su recámara. Con un suspiro de fastidio pensó en los libros de Lucía, regados por el suelo como hojas de otoño, y abrió la puerta. Recibió de golpe el aire enrarecido del espacio. Lucía no estaba en la cama: encima del colchón había un amasijo de ropa enmarañado en las sábanas blancas, y la almohada estaba tirada en el suelo.
Atravesó el aire viciado y entró al baño. Lo primero que vio fueron los pies descalzos de Lucía desprendidos del suelo con las puntas sucias de los dedos torcidos hacia abajo, como los de un Cristo en la cruz. Del rostro hinchado saltaban los ojos abiertos, apagados y a media asta; el cuerpo de su hermana se mecía apenas de un lado a otro con una quietud siniestra.
Sofía vació todo el aliento de su pecho en unos gritos ensordecedores que rebosaron la casa de un dolor sin nombre. Cuando se quedó sin fuerzas, se desplomó en el suelo y perdió el conocimiento.
En un rincón del velatorio, el señor y la señora Lara recibían a parientes y amigos de la familia que Sofía no recordaba. Se aproximaban uno a uno, como si se les hubiera concedido una audiencia ceremoniosa y triste. La señora Lara sollozaba en un pañuelo manchado de maquillaje mientras su marido, con la mirada perdida declaraba, como intentándose convencer:
—Fue un accidente.
Sofía miraba el espectáculo refugiada entre las coronas fúnebres. Desde su escondite escuchaba los murmullos de la gente, que rebotaban en los muros de mármol como oleadas de pesadumbre.
—Pobre Lucía —dijeron los amigos del club—, tan joven.
—Una tragedia —replicaron unos tíos lejanos.
La señora Lara mandó sacar de la casa todos los objetos que le recordaran a Lucía. Los días después del funeral, las hermanas de la Caridad de Jesús vinieron con una camioneta destartalada a llevarse cajas llenas de ropa, zapatos, libros, películas, fotos, discos, peluches y una guitarra.
Cuando se fueron, Sofía tuvo una sensación de novedad palpitante al entrar a la habitación. El suelo recién trapeado exhalaba un fresco olor a jazmín, y la pieza parecía más grande sin el caótico desorden de libros. Abrió la ventana y dejó entrar de lleno el chorro de luz de la tarde que atravesaba, limpio, la higuera del jardín. El viento fresco se adentró para llenar todos los rincones de la recámara que ya era suya, y acariciándole el rostro, le dibujó en los labios una sonrisa de alivio.
Imagen de KLEITON Santos en Pixabay