El jueves que llegué vi a un tipo pegado a su laptop en la cama superior de la litera contigua a la mía. Extendí un saludo, ocupé mi lugar y me quedé dormido.
Desperté creyendo que ya era viernes. Entre lagañas vi luz del día colándose por la ventana. En medio del resplandor una silueta de mujer sentada junto a mi cama, cepillándose el cabello, me miró con una sonrisa tenue.
—¿Where’re you from? —preguntó sin dejar de cepillarse.
—México —me enderecé.
—Ya decía yo, no sé porque le hablé en inglés —dijo riendo—. Soy Diana, de Colombia.
—Ya —contesté, y me volví a acostar.
Miré la malla metálica de la base de la cama de arriba. Se empezó a mover hasta que dos pantorrillas pendularon a mi lado. De un brinco bajó una morena de dorados lentes grandes. Se metió al baño. La colombiana seguía cepillándose minuciosamente y el de la laptop aporreando el teclado.
La morena salió del baño. Soy Xio, dijo sin dirigirse en particular a nadie. De un pestañazo el tipo despegó la mirada de la laptop y la escaneó de arriba a abajo; levantó la mano como diciendo “Hola”, los ojos puestos nuevamente en la pantalla.
Diana le preguntó de dónde era. De Brasil, dijo ella con una sonrisa entre ingenua y forzada.
La colombiana propuso ir a Champ-de-Mars.
—Es muy temprano —dije.
—Son las nueve de la noche —señaló su reloj.
Diana y yo salimos de la estación del Metro decididos a asaltar una licorería.
—Ustedes dos quédense aquí afuera —dijo ella—, no se muevan, y si ven algo gritan.
No pasaron más de cinco segundos antes de yo alcanzarla.
—Sabía que no era usted cobarde. Por eso lo quiero. ¿Xio se quedó afuera?
Asentí sin decir nada. En dos movimientos Diana metió cuatro botellas de tinto en su mochila, cada una con un precio mayor a sesenta euros.
—Qué bueno que no pagaré por esto —susurré.
—No pagaremos.
Antes de salir se volvió hacia mí, y me dio un beso de complicidad.
—Vámonos.
La gran torre se iluminó de pronto. Sentados espalda contra espalda Diana y yo fumábamos hachís.
—Es de Marruecos.
Le pasó la bacha a la brasileña:
—Fume usted, va a desapretarla.
Xio sostuvo el porro un momento, pero me lo pasó con un mohín de desagrado.
—¿Ya no hay vino? —preguntó.
Levanté mi botella evidenciando el vacío.
Mesera en Niza, Diana tenía cerca de un año fuera de su país. Su conversación era vivaz sin profundidades. Esa despreocupada manera de entender la vida me gustaba. Actuaba espontáneamente.
Su espíritu libre nos hizo perder el último Metro.
Me conozco, en otro contexto me habría salido un grano de pura ansiedad. Sin embargo, embelesado por el ardid de la colombiana y fingiendo que no me daba cuenta del juego, me incliné por la incertidumbre. Total, esa noche haríamos el amor.
Caminamos sin rumbo por el Trocadero. La única opción barata era el camión que va a Gare du Nord.
Desde que dejamos los pastos del Campo Marte Xio no volvió a abrir la boca. Nunca supe si estaba ebria o enojada o ambas cosas.
Recargados en un barandal, Diana y yo seguíamos en lo nuestro. Por alguna razón que a la fecha no logro entender, de un movimiento rápido la subí a mi cadera sin dejar de besarla.
No sé cómo me ganó el peso y se me cayó. Miré hacia todas partes esperando que nadie se hubiera percatado. No se me había ocurrido levantarla. Xio intentó ayudar pero Diana ya se había puesto de pie.
Eso puso en duda lo del sexo que yo ya daba por hecho. Quien acabó por sepultar toda esperanza fue el chofer del Uber que tuvimos que pedir. Era un franco-argelino de mentón imponente llamado Gastón, quien durante el trayecto al hostal conversó con Diana en francés. No entendí de qué, mas la suspicacia dejaba entrever que yo había pasado de moda.
Llegamos. Bajamos del auto. Diana sólo para pasarse al asiento delantero.
En el hostal nos enteramos de que habían arrestado al de la laptop. Al parecer el tipo era un hacker y había llegado por él un comando especial de la policía francesa. Xio y yo nos quedamos viendo.
Teníamos cuatro camas para dos personas. Ocupamos una.
Imagen de Otras Letras Mexicanas